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Una madre de León escribe una carta desesperada: ‘¿Qué pasaría si cierro los ojos?’

La madre leonesa describe su día a día bajo el título ‘¿Qué pasaría si cierro los ojos?’

En León, como en tantos lugares de nuestro país, hay mujeres que sostienen el mundo sin hacer nada. Esta es la historia de una madre que ha dedicado su vida al trabajo y al cuidado de su familia, siempre priorizando a los demás por encima de sí misma. Hoy, a través de esta carta titulada ¿Qué pasaría si cierro los ojos?’, que ha hecho llegar a Digital de León, da voz a todas las madres invisibles que lo hacen todo sin pedir nada. La carta es un testimonio íntimo y real de la situación a la que se enfrenta cada día:

¿Qué pasaría si cierro los ojos?

A veces me pregunto qué pasaría si cierro los ojos. Si de verdad los cierro, no solo para pestañear o para tumbarme en la cama cinco horas antes de volver a empezar, sino cerrarlos de verdad, como cuando era niña y soñaba con desaparecer un ratito y que todo se pusiera en pausa.

Tengo 40 años, trabajo en una asesoría en León y, aunque suene a tópico, mi jornada no termina nunca. Entro a las nueve y salgo a las ocho de la tarde. A esa hora, mucha gente se va a tomar algo, hace deporte o se mete en la cama a leer un rato. Yo, a las ocho, me meto en el coche y pienso: “venga, ya solo queda la segunda parte del día”. Llego a casa y ni respiro: la compra que falta, la cena que no está hecha, la lavadora que pita, la casa que parece un campo de batalla y los tres niños que necesitan desde una cartulina para mañana hasta que alguien escuche cómo les ha ido el día.

Y mi marido… bueno, mi marido trabaja en un despacho de abogados. Llega a casa cansado como si fuera el único que trabaja, se descalza, deja los zapatos donde buenamente le da la gana, como hace él, como hacen los niños, como hace su padre, y se sienta en el sofá. Si hay fútbol, perfecto; si no, pues algo encontrará en Netflix. Y ahí se queda, como si no pasara nada más en este mundo, sin verme, sin entenderme, sin ayudar; porque eso tan de moda de “no, no te tiene que ayudar tiene que colaborar” en mi caso no aplica, porque según él: “es que no imaginas lo que yo trabajo”.

Vivir con su padre tampoco ayuda. Mi suegro tiene 93 años, y aunque sé que la vejez no es fácil para nadie, a veces siento que mi paciencia también tiene arrugas, porque límites seguramente todos crean que son infinitos. Nunca le gusta nada: si le hago sopa, quería puré; si le pongo la tele, quería la radio; si le hablo, me manda callar. Y yo trago, y trago y vuelvo a tragar.Trago porque “pobrecito, con lo que ha trabajado en su vida”, pero me pregunto quién piensa ahora en la mía. Y seguramente trabajó en el campo horas y horas de sol a sol, que yo no lo pongo en duda, pero cuando llegaba a casa no se tenía que ocupar también de una casa y una familia.

Mis hijos, que tienen 8, 11 y 15 años, empiezan a mirar el mundo como si esto fuera lo normal. Papá llega, se tumba, mamá se encarga de todo. El ‘yayito’ protesta, mamá aguanta, pero es lo normal. Ellos dejan la mochila en medio del pasillo y puede estar ahí hasta el día siguiente si yo no la recojo, y lo digo con conocimiento de causa pues no importa que sea la del colegio o la de la piscina, como pasó el otro día cuando las mochilas con toallas y bañadores pasaron la noche en la entrada de la casa.

Los zapatos siempre tirados en cualquier sitio, pero no importa porque los recojo y si resulta que no lo hago, estoy segura de que seré yo quien tropiece con ellos porque hay días que voy como un zombi y no veo por donde camino. A veces me entra miedo, miedo de estar criando tres futuros hombres que no sepan ni recoger un plato, porque ven que mamá siempre está, que mamá siempre resuelve. La verdad es que no me entra miedo, tengo pánico porque es lo que veo y no tengo el apoyo que necesito para parar esto.

Y entonces me pregunto: ¿pué pasaría si cierro los ojos? Si, de repente, decido no levantarme para recoger los zapatos tirados, no cocinar cuatro platos diferentes para contentar a todos, no recordar la excursión del pequeño ni la reunión del mayor. ¿qué pasaría si, por una vez, digo “no puedo”? ¿se caería el mundo? ¿o se darían cuenta de que soy humana?

A veces fantaseo con cerrar los ojos y estar sola. Una tarde para mí, sin relojes, sin ruidos, sin listas de cosas pendientes, ocuparme de mis canas que siempre asoman por falta de tiempo, de salir de compras, de hacerme las uñas o de tomar un café con esas mamás que siempre están perfectas y maravillosas y parecen tener 10 años menos que yo. Cerrar los ojos y no oír “mamá” cada dos minutos. Cerrar los ojos y no sentirme culpable por dejar la plancha sin recoger o la comida sin preparar para mañana.

El fin de semana, mientras preparo táperes para toda la semana, pongo lavadoras y plancho la ropa que a nadie parece importarle doblar, vuelvo a esa pregunta: ¿qué pasaría si cierro los ojos? Quizá sería mi forma de enseñarles que no soy un engranaje eterno y que puedo enfermar o lo que es peor, romper. Que mamá no es sinónimo de robot. Que, si todos ponemos algo, todos vivimos mejor.

No sé si algún día tendré el valor de hacerlo. Quizá no de golpe, pero tal vez empiece por cerrar los ojos cinco minutos mientras ellos se pelean por el mando de la tele, mi suegro da un golpe con la cacha para que le lleve un zumo de melocotón y mi marido esté viene el fútbol con el móvil y los casos, desconectado de todo. O por dejarlos sin la ropa planchada un lunes, para ver si alguien se da cuenta de que hay cosas que no aparecen por arte de magia y que la compra no llega sola a casa ni se cocina por arte de magia, y ese tipo de cosas.

No sé qué pasaría si cierro los ojos. Pero sé que, si no los cierro, un día no los podré abrir nunca más o tal vez no los quiera abrir. Y entonces, solo entonces, aprenderán que mamá no estaba porque tenía superpoderes, sino porque nunca se atrevió a parar.

Lucía M.

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